Érase una vez una niña a la que algunas veces le dolía mucho
el pecho de querer y si no podía demostrar cuanto quería, de tanto, tanto
ahogar sus sentimientos echaba a arder. La primera vez se asustó mucho pero
ahora solía ir a pasear por la playa y dejar que el frío y la humedad del mar
la apagaran. Muchas veces no era suficiente, el fuego tardaba en irse y
comenzaba a quemar los momentos que la
hicieron feliz y de recordarlos lloraba y sus lágrimas ayudaban a sofocar tales
llamaradas y volvía a casa mucho más triste.
Era una sensación
horrible y trataba de dormir para poder olvidarla por un rato porque al
despertar estaría ahí e incluso muchas veces cualquier intento de olvidar era
fallido porque hasta en sueños la horrible sensación de querer tanto, no saber
donde va ese cariño, la tristeza de saberlo desaprovechado y el dolor de
verlo ignorado la atrapaban, iban con ella hasta la cama y allí la seguían haciendo infeliz.
Un día, que sintió que lo quería muchísimo y echó a arder,
no quiso ir a la playa, se quedó en casa recordando y quemando todos sus buenos
momentos, cada vez que se vieron, besaron, abrazaron incluso cada vez que se
enfadaron porque también fue bonito. A medida que iban quemándose los recuerdos se entristecía un
poco más y cuando ya no quedó nada feliz dentro de ella, las llamas cesaron dejándola
vacía y dormida en un sueño del que decidió que era mejor no despertar.